sábado, 13 de agosto de 2011

TRES TORRES (Non-fiction)

1

Se desconoce la fecha en que Julio Ulises Martin puso pie en Argentina, pero lo más probable es que haya arribado al país a fines del siglo XIX, junto con otros seis millones de inmigrantes pobres. Lo cierto es que le llevó poco tiempo revertir la situación. Con Berthet, suizo como él, vieron en la yerba el oro prometido. Martin y Cía tenía sus plantaciones en la localidad misionera de San Ignacio, mientras que sus depósitos se construyeron a orillas del Río Paraná, en la ya populosa ciudad de Rosario.

Tan bien iba el negocio que muchos emprendedores se acercaban a pedirle consejos. Generoso con quien quisiera saber un poco más sobre la industria, Martin recibió a la muy embarazada hija de los De la Cerna, que había heredado un terreno. Ella y su marido Guevara fueron hospedados en el edificio de la Compañía La Rosario, en la esquina de Entre Ríos y Urquiza. La visita se estiró lo suficiente como para que Ernesto –Ernestito- naciera en la ciudad, y no en Buenos Aires, como hubiesen preferido sus padres.

Cuando la yerbatera se trasladó nuevamente a Misiones, en 1980, poco quedaba de la zona que vio Martin. El barrio, que llevaría su nombre, se había convertido en uno de los más paquetes de la ciudad. Familias ilustres, como la del médico Isidoro Slullitel, habían elegido la zona para construir sus casas. Reconocido mecenas de las artes locales, el fundador del sanatorio Laprida quiso trasladar su pasión hacia su domicilio. Allí, sobre calle Alem, se dieron cita artistas como Jorge Luis Borges y Antonio Berni. Quiso el destino, el bolsillo y algunas otras cuestiones, que los fantasmas de estos hombres tuviesen que buscarse otra casa para embrujar.

2

El Colegio Nacional de Buenos Aires fue, desde sus orígenes en 1661 -cuando estaba a cargo de los jesuitas-, fábrica de próceres primero, y de dirigentes después. Por sus aulas pasaron, entre otros, Manuel Belgrano, Cornelio Saavedra, Mariano Moreno y  Bernardino Rivadavia; mientras que a otros se les negó el ingreso, como fuera el caso de Domingo Faustino Sarmiento.

En el último cuarto del siglo XIX, las medidas educativas permitieron que el analfabetismo se redujera dramáticamente en las clases bajas, en su mayoría inmigrantes. Para las clases altas, estas notables mejoras tuvieron una consecuencia indeseada: unos cuantos años después, estos gringos les peleaban los espacios que ellos creían tener por derecho.

A mediados de la década del 20, el Nacional se había vuelto un recorrido obligado para aquellos jóvenes que quisieran entrar a la universidad. Y allí fue a parar Mario Roberto Álvarez, con su simple y único apellido. Y no sólo eso. Para espanto de sus compañeritos –que se preparaban para viajar a Europa y tirar manteca al techo- terminó sus estudios con medalla de oro. La sorpresa no fue menor para sus profesores – que nunca habían dado ni cinco pesos por él- cuando, en 1936 se recibió de arquitecto en la Universidad de Buenos Aires, también llevándose la medalla de oro. En los años anteriores no sólo había estudiado, sino que había trabajado para ayudar a su familia y había militado en el centro de estudiantes, lo que le valió más de una pelea con algún que otro docente.

Por esa época, más o menos, fue que se lo empezó a tomar en serio. En 1938, la Facultad le otorgó la Beca “Ader”, pudo conocer 115 ciudades europeas y empezó a sentirse hombre de mundo. A su regreso, ese nombre cualquiera, el suyo, apareció por primera vez sellado al costado de un edificio: el de la Corporación Médica de San Martín. La revista italiana Casabella destacó el “espíritu de renovación racional” de su creación. Álvarez festejó la aprobación internacional, pero ya tenía entre ojos, junto con su colega Macedonio Ruiz, otro proyecto que prometía un lugar en la historia argentina. Y hacia allí se dirigieron.

3

Cuando el juez Baltasar Garzón llegó a Rosario en una visita relámpago, preguntó dónde estaba el Río Paraná. Quienes se encontraban en el Palacio Vasallo se asombraron de que el visitante no había tenido un hueco en su ajustada agenda para siquiera notar que el río estaba ahí nomás, cruzando la avenida. Rápido de reflejos, el presidente del Concejo Municipal aguardó el final de los actos e hizo caminar al visitante hasta su despacho, a escasos metros, para mostrarle la vista del balcón de la esquina.

Ignorando las amenazas de muerte de la ETA, el juez se asomó por el balcón de la presidencia, mientras abajo los custodios españoles que lo acompañaban le hacían señas desesperadas para que vuelva dentro, corrían y multiplicaban ojos, esperando que alguien aprovechara ese tiro seguro. Nada pasó, claro.

Los ojos del visitante fueron del río al monumento de mármol travertino de San Luis, que se alzaba justo frente a él, y allí quedaron durante largos segundos. –Sí, parece fascista, ¿no?- le comentó por lo bajo uno de los anfitriones, rompiendo el embelesamiento de Baltasar Garzón. –Hombre, yo no quería ser irrespetuoso, pero parece hecho por Mussolini…- contestó ligeramente ruborizado.

4

Ángel Guido era peronista, hijo de una familia de artistas rosarinos. Alejandro Gabriel Bustillo Madero, en cambio, pertenecía a la alta sociedad porteña, para la cual había hecho varios trabajos. El diseño del hotel Llao Llao de Bariloche, le había valido ese mismo año (1939), un renombre nacional, sumado al ya obtenido por el proyecto del Hotel Provincial y Casino de Mar del Plata. En pocas palabras, era el responsable de crear los espacios donde la aristocracia descansaba, y por eso gozaba de un reconocimiento que cualquier arquitecto de la época envidiaría.

Las ideas de Guido dejaban entrever cierto gusto por la estética amerindia y el neocolonialismo. Ya por esos años había recibido la beca Guggenheim y gozaba del respeto de sus pares en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. Pero la puja entre Buenos Aires y el interior del país lo había corrido un poco de la escena, y “las familias bien” no lo elegían, porque preferían a alguien menos americanista. Irónicamente, su obra más recordada no es la Casa Fracassi, con sus guardas incaicas, hoy devenida en Esquina de la Oportunidad.

Formaban un dúo peculiar, dispar y destinado a durar poco. Bustillo larguirucho, Guido pasaba más inadvertido. Bustillo aristocrático, Guido comprometido socialmente. Bustillo pintor, Guido músico. Bustillo había estudiado en Buenos Aires, Guido en Córdoba Pero eran ambos arquitectos, y con ese punto en común –además del bigotito de rigor, muy demodé- fueron detrás de lo que muchos otros colegas también perseguían.

5

Si hay algo que no se le puede reprochar a Rosario es el afán. Insistencia en ser nombrada ciudad, en que el 20 de junio sea el Día de la Bandera (con mayúsculas), en que la fecha sea feriado nacional y en tener un monumento que de cuenta de su mote de Cuna de la insignia. Es un talento propio de buenos comerciantes, como lo eran los habitantes que buscaban retribuirle a la ciudad el haberlos acogido, y de paso posicionarla en el país.

Nicolás Grondona era genovés y tuvo la idea de poner dos pirámides conmemorativas, iniciativa que se logró parcialmente en 1872. A la primera, ubicada en la isla El Espinillo frente a las barrancas, se la llevó el agua; la segunda, simplemente nunca se colocó. Y en eso quedó el primer intento, mientras la zona de barrio Martin seguía siendo un cañaveral. Para 1898, la plaza Brown, ubicada de cara al Paraná, entre las calles Santa Fe y Córdoba, había cambiado su nombre a Belgrano. De estilo francés -con pérgola, bancos, fuentecillas de bronce y 34 faroles-, era uno de los lugares elegidos por la clase alta para pavonearse los domingos por la tarde.

Y llegó el segundo intento. El intendente Luis Lamas accedió al pedido popular y designó una comisión de vecinos de la elite económica dominante para que se haga cargo de llevar adelante el monumento. Ninguna de las influencias de los comisionistas fue suficiente. Más de una década después, el encargo recae en la tucumana Lola Mora, pero la artista priorizó otras obras; y ante el incumplimiento del pago a los proveedores, la quita de fondos de la Nación y el cansancio de los vecinos que habían donado dinero sin cesar, se le rescindió el contrato en 1926.

La ciudad volvió a la batalla poco después, con un concurso de ideas que terminó declarándose desierto por el presidente Alvear. La razón fue que, manejada desde Buenos Aires, la instancia permitía la participación de artistas italianos, lo que generó el enojo de los locales. La puja entre criollos e inmigrantes continuaba vigente más de un siglo después de la Independencia. Pero en 1939 se realizó otro concurso, y el jurado –compuesto por porteños y rosarinos- tuvo que decidir entre catorce anteproyectos cuyos autores, por ley, debían ser argentinos y presentar una obra inclusiva.

El día del anuncio del ganador –cuyo nombre ya había trascendido- papeles naranjas revolotearon por calle Córdoba. Mientras la gente se paseaba por la Aduana para espiar las maquetas, un hombre alcanzó al vuelo uno de los volantes. “Si usted quiere saber quien diseñará el Monumento, de vuelta la hoja”, invitaba. El hombre obedeció y sonrió, al igual que la imagen de la cara de un burro que lo miraba desde el papel.

6

Entró con taconeo decidido al estudio de los arquitectos Sánchez, Lagos y de la Torre, mientras que la secretaria de uno de ellos la perseguía preguntándole si tenía cita. –Soy Corina Kavanagh-, contestó con una sonrisa falsa, y la secretaria también sonrió, un poco nerviosa. Al verla alejar, le miró los zapatos, seguramente europeos. A sus 39 años, la heredera Kavanagh era rica y joven, pero tenía un karma: la existencia de los Anchorena, familia rica como ella, pero patricia, lo que Corina no era.

Había vendido dos estancias para llevar adelante lo que sería el mayor disgusto de sus enemigos, además del edificio más alto de Sudamérica con sus 105 departamentos, y el domicilio de personalidades de lo más luminosas, y de las otras también. El rencor no salía de la nada. Por aquella época se podía escuchar la historia en cualquier mesa del Jockey Club de Buenos Aires. Una de sus hijas se había enamorado de un Anchorena, pero la familia de él se negaba a aceptar la relación, por la falta de tradición de la enamorada.

Los arquitectos escucharon el pedido de la mujer sin inmutarse, para no parecer moralistas. Lo que Corina pedía, básicamente, era no sólo opacar la iglesia del Santísimo Sacramento –que los Anchorena había hecho construir en 1920, a modo de sepulcro familiar- sino directamente bloquearle la vista de la basílica a los transeúntes. Apenas 14 meses después, en 1936, Corina estaba instalada en el piso 14 de su venganza, con 700 metros cuadrados para festejar su triunfo. Durante los meses anteriores, los Anchorena habían visto lentamente cómo un edificio se volvía en contra de ellos. Casi 70 años después, la misma cara de horror ponían un abogado y un empresario rosarinos, al ver cómo un edificio les tapaba la cotizada vista al río Paraná.

7

El 20 de junio de 1957, la redacción del diario La Capital era un caos. Si bien venían preparándose para ese día desde hacía 14 años, cuando comenzó la construcción, la magnitud del evento superó cualquier previsión. Tenían pensado el lanzamiento de dos ediciones. Una de ellas con un texto de Emilio F. Solari, titulado “El monumento y su historia”, donde se pensaba hacer un recorrido sobre los ires y venires del proyecto tantas veces pospuesto, y sendas fotografías de las autoridades más importantes que vendrían a la ciudad para el evento: El Presidente provisional de la Nación, general Pedro Eugenio Aramburu y el Vicepresidente, almirante Isaac Rojas.

La otra edición intentaría captar lo que se viviría ese mediodía. Medio millón de personas congregadas alrededor del flamante Monumento a la Bandera, y tres ausencias que no serían parte de la crónica: las invitaciones a los escultores Alfredo Bigatti y José Fioravanti no llegaron nunca, fueron perdidas o bien nunca fueron enviadas. Tras una reunión, quienes llevaban adelante el decano de la prensa argentina decidieron, temerosos de la Revolución Libertadora, no dar cuenta de este “descuido”.

Desde ya, tampoco se hizo alusión a que Perón dio el último empujón para que la obra fuera posible, ni tampoco a la presencia en el acto del arquitecto encargado de la obra, aunque sí se lo nombra, con foto incluida. Las fuerzas armadas lanzaron toda la parafernalia que su poderío les permitía. El Regimiento de Granaderos a Caballo – con su comandante Agustín Lanusse-, la fragata Sarmiento y cadetes peruanos y de otros países vecinos formaron parte del acto de inauguración, con un desfile militar que duró más de una hora. Los fotógrafos de La Capital no daban a vasto.

A fines de la década del 90, en un día también bastante movido para los periodistas de la redacción, llegó un chisme al cierre de la edición. No se transformó en noticia porque ya no había tiempo para consultar fuentes. Y tampoco se podía saber realmente de dónde había salido la información. “Dicen q van a construir un edificio pegado al Monumento, que lo va a opacar”, se escuchó. Todos se miraron, preguntándose qué empresa y qué arquitecto les iban a poner la cara a semejante osadía.

8

A sus 90 años, Mario Roberto Álvarez ya no era flanco de cuestionamientos. La cantidad de premios recolectados a lo largo de 54 años de impecable carrera, un sin fin de obras desperdigadas por el mundo –entre ellas el Teatro San Martín y las Torres Le Parc, en Buenos Aires- y la importancia del estudio que llevaba su nombre habían sido suficientes logros como para que el apellido Álvarez deje de ser ignoto.

Durante los últimos años había vuelto a Rosario con frecuencia. Era una ciudad que le gustaba, pero que le traía algunos recuerdos que prefería olvidar, al menos por ahora. Primero le fue encargada la sede central del Banco Nación, y luego los viajes se intensificaron al tomar las riendas en el diseño del edificio inteligente de la Bolsa de Comercio. Rondaba los cien años, pero no podía dejar el vicio de la arquitectura y continuaba siendo la cabeza del grupo de profesionales que dirigía. Entre ellos, se encontraba su hijo, cuyo tránsito por la universidad no había tenido los obstáculos que el de su padre. De hecho, todo lo contrario. La mayoría de los docentes gustaba de tener como alumno al heredero de tamaño hito de la arquitectura argentina.

Con tantas idas y venidas a la ciudad, era inevitable ver a “Invicta”. El proyecto vuelto realidad del arquitecto Guido se erguía orgulloso frente a un parque que propiciaba su apreciación, mientras que por otro lado, las decisiones de planeamiento urbano no habían sido tan atinadas. El Monumento Nacional a la Bandera estaba rodeado por edificaciones que lo superaban en altura, pero no tanto como para quitarle grandeza. De todas maneras, pensó en Guido y en si estuviese vivo. Allá por 1941, cuando había comenzado la construcción, el rosarino había batallado incansablemente, y sus campañas llegaron a oídos de sus colegas porteños. Primero luchó para que se demolieran las casas que se ubicaban detrás de su creación, y más tarde, las energías le alcanzaban sólo para evitar que se siguieran construyendo edificios de altura.

Pensó también que las cosas suceden por una razón. El proyecto de Guido había sufrido innumerables modificaciones, retrasos y obstáculos que le quitaron 14 años de producción y le produjeron un desgaste importante. Incluso había estado sólo, porque Alejandro Bustillo –ya sea por internas, o bien porque su porteña presencia había sido sólo una cuestión de propaganda- no había formado parte de la construcción, una vez ganado el concurso. Quizás, sí, las cosas pasan por una razón. Quizás, aquella derrota fue en realidad lo mejor que le había podido pasar. Quizás, las cosas hubiesen sido distintas para peor. Quizás, alguna vez, pueda reivindicarme…

9

La noticia le había caído como un balde de agua frío, pero derramado de a poco. El primer chorro fue esa mañana en que escuchó, desde su lujoso tercer piso, cómo las topadoras destruían la casa de alto valor patrimonial del doctor Isidoro Slullitel, permiso de demolición mediante. La razón no podía ser otra que la construcción de un edificio, como después confirmaría.

Hasta ese día, el departamento sólo le había dado satisfacciones. Cuando logró comprarlo –gracias a lo recaudado por un sospechoso ascenso en el mundo de los medicamentos, durante la década del 90- se unió a la lista de “gente bien” que vivía en barrio Martin. Era parte, entonces, de la burguesía rosarina, a pesar de que el apellido Peresotti venía de su papá metalúrgico. Otros vecinos tenían raíces aristocráticas más arraigadas. El doctor Iván José María Cullen, por ejemplo; que no se quedó con los brazos cruzados y tomó el teléfono tan pronto notó los movimientos que amenazaban con quitarle la privilegiada vista al Paraná.

Corría agosto de 2003, y OP Developers -una empresa del grupo Oneto- había tenido el tupé de anunciar el proyecto de un edificio de 39 pisos en el terreno de avenida Libertad y San Luis, a escasos metros del Monumento a la Bandera. El primer objetivo fue ver quiénes habían permitido tamaña barbaridad, el segundo fue buscar una excusa para calificarla de “barbaridad”. La Municipalidad había dado el permiso de demolición, y luego el de edificación. Los “peros” fueron la falta de un no tan necesario estudio de impacto ambiental, y la amenaza del paisaje. La gente que seguía el caso a través de los diarios La Capital y El Ciudadano se preguntaban si el paisaje en peligro era el que veían ellos, o bien el que se apreciaba desde los coquetos edificios lindantes a Aqualina.

El poderío de los vecinos y la capacidad de los abogados que contrataron, lograron frenar por unos cuantos meses las obras. El segundo chorro de agua fría le cayó a Daniel Peresotti –que había preferido mantenerse ajeno a las demandas judiciales- el miércoles 29 de septiembre de 2004. En la página 3, el diario La Capital titulaba: “Al final, autorizaron a construir el edificio más alto del interior”. Acto seguido, pidió el número de una inmobiliaria amiga. Había llegado la hora de hacer las valijas, lo que concretaría apenas un año después de haberse inaugurado la moderna torre. Cullen, por su parte, intentó algunas maniobras más. Cada tanto, y demasiado seguido, podía sentir el olor a asado de los obreros, que festejaban el haber finalizado un piso más.

10

Es verdad que el emplazamiento ya estaba decidido cuando el proyecto de Aqualina llegó al estudio de arquitectos. Es verdad, también, que él seguía trabajando a pesar de su avanzada edad, y era cierto que los últimos proyectos los había hecho en suelo rosarino. Hacía unos años habían inaugurado el sitio de Internet, y cuando se decidió qué incluir en su vasto CV, Mario Roberto Álvarez optó por no mencionar su romance trunco con el Monumento a la Bandera.

En 1939, a tres años de obtener su diploma de arquitecto, se había asociado con su colega Macedonio Ruiz para crear “Altar de la Patria”. La maqueta fue explicada con estas palabras: “El monumento fue concebido como un altar monumental sirviendo de marco al gran mástil, ya que la Bandera es el elemento principal del Homenaje: La Bandera Argentina es una forma poética, un monumento en su homenaje debe trasuntar su graciosa ligereza”. Era el único anteproyecto sin falo, y se llevó el tercer premio, que no era el primer puesto.

64 años después, OP Developers le acercaba una tentadora oferta. Hacerse cargo de diseñar lo que alguna vez, una voz había anunciado como el "edificio que opacará al Monumento”. Álvarez se lo pensó, y aceptó. Si bien su trabajo finalizó tiempo antes de que comenzara el idilio judicial, algunos miembros de su estudio tuvieron que salir a hacer declaraciones a los medios rosarinos, acérrimos seguidores del caso. Es así que Hernán Bernabó –socio de Álvarez- explicó, una vez que la justicia confirmó el permiso de seguir con las obras: “Aqualina será una torre monumental”. El adjetivo no podría haber sido más preciso.

Tres días antes de esa declaración, Mario Álvarez recibió un reconocimiento impensado: el de honoris causa de la Universidad Nacional de Rosario. Lo sorprendió incluso a él, ya acostumbrado a este tipo de galardones. “Nunca se me habría ocurrido pensar que la Universidad de Rosario se acordaría de un porteño que vino a esta ciudad a hacer a algunas obritas”, dijo a los micrófonos.

Con tanta propaganda, los departamentos de Aqualina se vendían como pan caliente, incluso antes del comienzo de su construcción. Un mes antes, el 60 por ciento ya tenían dueño. Eran los que habían podido pagar los entre 1.200 y 1500 dólares por metro cuadrado que, en abril de 2005, costaba vivir en barrio Martín. Hoy, los ricos moradores de la torre, miran al Monumento desde arriba. Y, de aquella generación, Álvarez –de 98 años- es el único que permanece en pie.