La historia de este muchacho es la de esas que enseña a tratar mejor a los giles de la clase, tomando “gil” como sinónimo del hiperyankee concepto de “nerd”. Ayer, objeto de bromas en su clase. Hoy, exitoso escritor. Hablamos del Rey de la Oscuridad , el Maestro del Miedo, el Zar de las Pesadillas, el insoportablemente prolífico y millonario. Él. El señor Stephen King.
No encuentro en la prosa de míster King ningún elemento que justifique tanto barullo. Culpo a las traducciones. Sé, en el fondo, que son excusas. La realidad es que no entiendo el chiste. Por otro lado, mis respetos hacia el autor se disparan si hago una recorrida por algunas de las 54 adaptaciones hollywoodenses. Imposible olvidarse de Carrie cubierta de rojo, de las mellicitas de El Resplandor o de Kathy Bates un poquitín irritada, en Misery. Hecha la salvedad.
Ahora, una confesión que puede llegar a asustarlos: Elsa Bornemann me siguen quitando el sueño. Claro que mis lecturas no son las mismas que a los trece años… bueno, no siempre. Estos últimos días conocí a Manuel Mujica Lainez y su muy sutil horror, en Misteriosa Buenos Aires. El escalofrío llega cuando menos uno lo espera, y Lainez no es, como Stephen King, sinónimo del género. Como decía un amigo: “Cuando no hay expectativas, no hay fracaso”.
Años y países mediante, habría que preguntarse qué es lo que tienen en común estos tres autores, además de la capacidad de generar piel de gallina en sus lectores. Sirven como ejemplo, junto a muchos interminables otros, del uso de un recurso: el temible objeto vivo.
Auto malo, malo, malo
En “Buick 8: un coche perverso”, King cuenta la historia de un conductor que desaparece en una gasolinería en Pensilvania (¿dónde más?). No hay que ser muy pillo para darse cuenta de cómo viene la mano. El automóvil, que termina guardado detrás de la comisaría local, les produce algunos percances a los policías: interviene las radios y los teléfonos, se mueve sólo y escupe objetos del maletero.
No me pises jamás mis zapatos de gamuza azul.
En "El loco de la patada", Elsa Bornemann no sólo aborda la problemática de las villas, sino que les da vida a un par de zapatos que, si bien no son de gamuza, tienen lo suyo. Siripo encuentra el calzado en los basurales y duerme con ellos -¡Oh, casualidad!- la misma noche en que empiezan a morir vecinos de “La fin del mundo” de una certera patada en la mandíbula. Sí, los zapatos.
Reflejo juguetón
En “El espejo desordenado”, Lainez narra la llegada del obsequio para Simón del Rey. En 1643 no había mucho para hacer, por lo que su mujer empieza a advertir que algo raro tiene el regalo. Es que es una ventana al pasado, o al futuro, o al presente. El objeto decide qué mostrarle a su dueño, jugando con las reacciones y el destino de los habitantes de la casa, de puro aburrido nomás.
No importa de dónde provenga, ni su tenor, ni la época, el género siempre se hizo eco del escozor que provoca considerar a un objeto -a cualquier medio técnico- como algo más que un mero esclavo de nuestras decisiones. ¡Por favor! ¡Si uno de los clásicos se llama
Imagínense el horror de Heidegger cuando escribió que no sólo habíamos parido tecnología, sino que se había hecho “única, insuperable, omnipresente, superior”. Después de escuchar eso, lo de Latour y su hibridación es casi un consuelo. “Tanto nosotros como nuestros artefactos nos hemos convertido en una corporación. Somos un objeto-institución”, apunta el francés. Honestamente, no sé que da más miedo.